Empecé a los catorce. Después del trazo inicial no volví a ser el mismo; todo en mí persona dejó de ser estéril e inofensivo. Fue una iniciación con chamanes inexpertos pero talentosos. Renuncié a ser un infante que apenas tenía permitido poseer su cuerpo para convertirme en una criatura de tinta y sangre. Me habían estampado el primer tatuaje, la primera raya al tigre. A partir de aquel 1990, confirmé cada año el voto con la carne y la aguja; convertí mi piel en una galería privada; en el último refugio de una hedonista e individualista noción de la estética, el placer y la libertad.
Fue una decisión que no tomé tan a la ligera, porque “siempre” he considero que un tatuaje es una creación plástica que implica composición; un orden en el uso del color, con todas sus gamas, combinaciones y efectos; así como del estilo del tatuador. Finalmente, son obras gráficas que van más allá de los planos de un lienzo ordinario; pues el lienzo es el cuerpo entero: con todos sus ángulos movedizos, excesos y curvilíneos rincones.
Otro motivo para hacerlo fue saber, ser consciente que los tatuajes y las modificaciones corporales existen desde hace siete mil años –hay quien dice que es una moda. Seguro ¡una moda de siete mil años ja! – Que fue para egipcios, prehispánicos, europeos, maoríes, marinos o africanos que vivieron desde Camerún hasta el Congo un elemento de cohesión, status, pertenencia, poder social y político.
Que alejado estoy de esa concepción adulta de las cosas –sigo siendo imberbe- de repetir hasta el cansancio los juicios: “Los tatuajes son para carceleros, inadaptados, maras, drogos, ñeros, pobres, rockeritos y anarquistas” Si fuese así y estuviera en la cárcel por delitos contra la salud, pobreza o pederastia, al menos significaría para mi una forma de crear una identidad que las autoridades no pudieran quitarme aunque me desnudaran, raparan o metieran en celdas malolientes. Los tatuajes chicaneros hablarían de mi pasado y los tanates que tengo para afrontar el futuro. Me harían resistir. En fin, confirmo que soy imberbe.
Se acerca mi cumpleaños, la poco sutil semana santa y el tiempo de renovar los votos de la carne. En esta ocasión, como en todas las precedentes me tatuaré diseños mayas, mixtecos, zapotecos, tarascos, toltecas o aztecas –los diseños mixtecos son irrepetibles y exquisitos– Intentaré una vez más, por lo que resta de vida, reafirmar la precaria identidad que tengo ante la modernidad y la globalización feroz.
Llega el momento de volver a traspasar las costillas intocadas, la moral manoseada; los pellejos y el ser. De que los artistas del dibujo, la asepsia, las agujas, guantes de látex y pigmentos naturales hagan su arte. De sentir dolor, profesar un silencio estoico y satisfacción por la obra bien lograda. Total, una raya más al tigre ¡Que más da, siempre será bienvenida!
Cada uno enfrenta la vida de manera diversa, también cada uno o una va conformando a lo largo de la vida una identidad, identidad que se alimenta de manera conciente e inconciente.
Para algunos los tatuajes cumplen esa función, sin embargo en verdad son necesarios? qué tan consecuante eres entre lo que te tatuas y lo que vives?
Esto lo pregunto porque Bonfil Batalla escribió acerca de la exclusión de los indios, en museos muy interesantes pero en la vida real, no y eso se puede dar también en la vida real, espero que no sea tu caso y que el día de tu cumpleaños lo ritualices como desde hace varios años.
Larga vida!
Todavía no lo decido, tengo una terna final, cuando me raye lo posteo